viernes, 3 de junio de 2011

Todas las ventanas de mi casa dan a la tumba de mi padre. Es el primer pensamiento que tengo al levantarme y el que me acompaña al cerrar los ojos. No recuerdo cuál de nosotros tuvo la idea de enterrarlo en el jardín de atrás.

Hubiera sido mucho más lógico trasladarlo, en el viejo Ford azul, por la carretera del puerto hasta el embarcadero situado más hacia el norte y arrojar el cadáver al mar.

Ese plan sólo hubiera exigido un instante de reflexión, un momento de introspección y algo de sangre fría para esperar a que anocheciera del todo.Pero Cristina era impaciente y no me hubiera dado ese tiempo.

La habitación que compartíamos en el adosado se nos hizo opresiva, minúscula cuando nos descubrimos aquel atardecer, adolescentes y asombrados frente al cuerpo.

Cristina.

Aún puedo verla sin esforzarme. El rostro crispado, las manos temblorosas y húmedas. sin pestañear mirando al padre inerte, desmadejado sobre el suelo. hipnotizada y ausente en el momento sobrenatural de quitar la vida a quién, bien es cierto que de mala gana, nos la había dado.

Si sabía lo que sentí yo entonces contemplándola, hermosa en su crimen: agradecimiento, solidaridad, mudo apoyo.Viéndome a la vez cobarde, incapaz, desahogado.

Por mí.

Por ella.

Recuerdo que contemplé la imagen cenicienta del retrato de mi madre-una burda aproximación a su rostro que él había esbozado un día en que se encontraba sobrio-y le pedí perdón.

Avergonzado no sé por qué.

Humillado no sé por qué.

Indigno sin serlo por primera vez en mucho tiempo.

A nuestros pies yacía el germen de nuestro pasado y nuestro futuro. Nuestro creador. Nuestro verdugo.

El fabricante de las personas en que nos convertiríamos después, esculpidos en sesiones de psicólogos y terapeutas del comportamiento. Parches absurdos con los que tratamos en vano de llevar una vida normal.

Absurdos porque a qué consulta acudiríamos a confesar que hartos de años de abusos y malos tratos habíamos cometido el más terrible de los crímenes.

No ha pasado tanto tiempo.

Vuelvo a sostener la mano de Cristina. Estamos sentados ambos en la habitación del notario que lleva los asuntos de la familia. Me dice que con diecinueve años poseo la mitad de la casa de mi infancia. Que Cristina, con diecisiete, hereda la otra mitad.

No puedo esbozar un solo gesto.

Ella sonríe como una anciana.

Vivimos cosidos a su fantasma. La liberación no llegará. Ahora veo envejecer a mi hermana tras los cristales sucios de su habitación.

Siempre insomne. Siempre atenta.

Yo, por mi parte, languidezco mudo en mi cubil. Incapaces ambos de salir al exterior y enfrentarnos al mundo. Inútiles, desvencijados, como los heredados muebles.

Cada una de las ventanas de la casa que habitamos Cristina y yo dan a la tumba de mi padre aunque, en justicia, compartimos los tres la misma cripta.

No podía ser de otro modo.

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